domingo, 13 de septiembre de 2009

Lola, la «Schlinder» de Ribadavia


Lola, la «Schlinder» de Ribadavia, regentaba la cantina del ferrocarril y organizó entre 1941 y 1945 una red de fuga de judíos para pasarlos a Portugal. Su heroicidad, que revelamos en exclusiva, ha sido reconocida en Israel. Ni su hijo supo de su vida clandestina.

Un hombre de estatura elevada, barbudo y sucio, tapado con un abrigo de mendigo, está acurrucado en una esquina del único banco de madera del andén. Lleva todo el día mirando de reojo pasar vagones Miño abajo. Cae la noche de abril sobre la estación de ferrocarril de Ribadavia. La voz sale desde el quiosco, famoso por las rosquillas, dulces de almendra y licor de café, que regentan las hermanas Touza: «Mira ese hombre, lleva todo el día ahí sentado sin coger un tren...». Año 1941. Europa se desangra en la II Guerra Mundial. Los judíos que pueden huyen hasta el mismísimo fin del mundo para escapar de las llamas del Holocausto. Lola, una de las hermanas de la cantina, no duda en acercarse al forastero. Le habla en español. Él responde, con sus tristes ojos azules, en lenguas que ella no comprende.


¿Compasión, instinto? La gallega nunca explicó por qué dio cobijo en su casa a aquel desarrapado. Pero lo hizo. Y hoy un árbol sembrado este septiembre en una colina de Jerusalén —donde brotan pinos en memoria de los llamados Justos entre las Naciones— cuenta la heroica y silenciada historia que convirtió a Lola Touza Domínguez, la quiosquera de Ribadavia, en salvadora de cientos de judíos perseguidos. En una auténtica Schindler gallega.

El Quiosco

Con aquel hombre, Lola y sus dos hermanas empezaron a tejer una red de fuga —por la que llegaron a escapar más de medio millar de judíos— que arrancaba en los Pirineos y terminaba al otro lado del río Miño, en Portugal. Se juramentaron con un barquero, dos taxistas y un emigrante retornado al que en el pueblo llamaban El Evangelista. Un silencio gallego que ha durado más de 60 años.

El nombre de aquel flaco judío-alemán de los ojos azules, llegado de Lyon, de donde se había escapado del campo de concentración con un asturiano al que las balas nazis mataron tras la huida, fue uno de los muchos que Lola y sus valientes cómplices se llevaron a la tumba. Porque todos los héroes anónimos de la trama gallega de fuga de judíos están muertos. Si por ellos fuera, en el camposanto de la Villa feudal ourensana, partido por un muro de piedra vieja que lo separa del cementerio de los infieles, aún dormiría aquel secreto.

No han sido ellas, ni sus sobrinos, ni sus nietos quienes han desenterrado el juramento de silencio que las Touza se hicieron en vida. La voz delatora llegó del otro lado del Atlántico. Un viejo judío neoyorquino quiso, allá por 1964 (dos años antes de que Lola falleciera a los 72 años), saber qué había sido de aquella mujer que le llevó una noche sin luna al otro lado de la frontera. A la libertad. Se llamaba Isaac Retzmann y, como tantos otros salvados por la cantinera ribadaviense, pudo alcanzar América en 1943.

Retzmann, próspero comerciante alemán de padres judíos, había conocido a un emigrante gallego en la Gran Manzana, un tal Amancio Vázquez, y, sabiendo que éste volvía al terruño de vacaciones, le pidió encarecidamente que preguntara por las hermanas Touza. Tenía 70 años y una delicada salud que le hacía presagiar una muerte anticipada. El encargo terminó llegando a un librero de Vigo, Antón Patiño Regueira, y con él empezó a alumbrarse esta historia oculta que Crónica desvela en exclusiva (Antón dejó escrito antes de morir, en 2005, el esbozo de la verdad de estos héroes de Ribadavia).

De Lola Touza, la más bella de las hermanas —«Tenía una cara muy dulce», recuerda su nieto Julio—, se sabía que su imagen había ilustrado una estampa que circuló por el frente de guerra del 36 para animar a las tropas. Que los niños de Ribadavia aprovechaban los recreos del colegio para ir a su quiosco a probar deliciosos dulces caseros. Que era una madre soltera más, de las muchas de la época. Lo que nadie sospechaba era que la popular mujer de la cantina valía mucho más por lo que callaba. Lola, la madre de la gran fuga.

Abraham Bendayem, Isaac Retzmann, un tal Ariel... En Jerusalén siguen reuniendo testimonios y nombres para elaborar la larga lista de quienes le deben la vida. Los cálculos más conservadores hablan de casi 400 judíos salvados —exactamente 384, lo que matemáticamente equivaldría a dos personas por semana durante los cuatro años, 1941 a 1945, que se mantuvo activa la red de escapada—. Aunque estimaciones más realistas sostienen que el número podría superar el medio millar.

Sesenta años después, llueven los parabienes en el hogar de los Touza. Adosada a un muro de la que fue casa de las heroínas en Ribadavia (calle Juez Viñas, 2), luce desde el 7 de septiembre una placa de bronce: «A las tres hermanas, Lola, Amparo y Julia Touza, luchadoras por la libertad». El propio presidente de la Asamblea Universal Sefardí, Isaac Siboni, en una carta fechada el pasado 7 de agosto, dejaba constancia escrita del sentimiento de toda la comunidad judía: «Nuestro testimonio de admiración y gratitud para Lola, Amparo y Julia, quienes aun a riesgo de sus vidas han salvado a sus semejantes, a nuestros hermanos, de una muerte segura». Cuatro días después, el reconocimiento llevaba la firma de Ron Pundak, al frente de The Peres Center for Peace, la fundación para la paz que auspicia el presidente de Israel, Simón Peres. Dice así:«Recordar estos días a las hermanas Touza es un ejemplo para el futuro de amor y de valor, principios escasos en estos tiempos de odio».

Hasta la fecha, sólo tres españoles —el diplomático Eduardo Propper de Callejón, destinado en Francia, y los funcionarios de la embajada española en Berlin José Ruiz de Santaella y su esposa Carmen Schrader— ostentan el título de Justos entre las Naciones, el equivalente a la causa de beatificación católica, que concede la Fundación Yad Vashem a quienes, como Lola, salvaron a sus compatriotas del exterminio. La santificación judía de la gallega está en marcha.

Han tenido que pasar tres generaciones para que un Touza, Julio, 57 años, el nieto, pueda reconstruir la historia de su abuela. Mientras cruzamos la calle Orense (paradojas del destino) que conduce a su estudio de Madrid, los recuerdos afloran nítidos en su cabeza. «Ahora me explico muchas de las cosas que ella hacía, que hablaba en alto...». El prestigioso arquitecto revive las tardes de domingo en casa de Lola, un antiguo caserón con arcos de piedra, los bailes de fin de semana en la planta de arriba, aquella bolsita de tela cargada de monedas que ella guardaba celosamente en un cajón del viejo aparador... «Eran duros de plata alfonsinos. No quería que nadie los tocara. Valían más que la peseta, ya en curso, y yo, que era un niño, pensaba que mi abuela los coleccionaba. Pero no. Los guardaba como recuerdo de otros tiempos. Con monedas como ésas había pagado algunos favores y el resto se lo había dado a los judíos escapados. Nadie en la familia lo supo nunca. Ni siquiera su único hijo, mi padre... Se ha muerto sin saberlo».

LA COARTADA

Cosas de la vida. Aquellos pasodobles, tangos y chachachás no sólo daban a las Touza unos dinerillos extra con los que poder capear las penurias domésticas en una España mísera de posguerra, donde judíos y masones encarnaban todos los males. Pero no era más que una coartada. De aquellas tardes de bailes y bacarrá, Lola hacía caja para su causa clandestina. «Nadie pasaba hambre a su lado», recuerda el músico de La Lira (banda del pueblo) Ramón Estévez Arango, protagonista ocasional de aquella gran evasión. «Vendía lo que hiciera falta, un abrigo, un anillo, cualquier cosa con tal de ayudar a un solo judío. Era de naturaleza muy desprendida». Generosa.

Y de pronto nos viene a la memoria el angustiado rostro de Oskar, el héroe de la inolvidable película La lista de Schindler, con ojos llorosos y gesto desesperado, mientras a su alrededor un grupo de hombres y mujeres enternecidos esperan a que el empresario benefactor los elija para su fábrica, salvándoles así de la muerte en un campo nazi. «El coche. ¿Por qué me quedé el coche? Valía 10 personas. Diez personas más… Esta pluma. Dos personas. Es de oro… Dos personas más… Él (se refería a un oficial de la SS) me hubiera dado dos personas por ella, al menos una. Una persona más. Por esto… ¡Pude haber salvado a una persona más...!». «Lola era como Schindler», remacha Ramón, el vecino músico. Lola Schindler Touza. El cerebro de la escapada. «No entendía de partidos ni de credos religiosos». Y dicho esto, el viudo hombretón sienta sus 86 años en un banco de la cocina de su casa, en el corazón del barrio judío de Ribadavia (otro guiño del destino), y con parsimonia espera a que las campanas de iglesia de Santiago enmudezcan.

Lola, para el músico Ramón, es una dulce historia de adolescencia. Tenía 17 años cuando se tropezó de bruces con esa realidad que nadie en el pueblo parecía ver. Era una mañana de septiembre de 1941 y ayudaba a su padre, Francisco Estévez, en la descarga de un vagón de ladrillos. Lola se acercó a Paco, como ella le llamaba, y con discreción le preguntó: «¿Cuándo vais de pesca? Necesito que me hagas un favor. Tengo aquí a una persona que quiere pasar a Portugal, pero no quiere hacerlo en tren ni por carretera».

A la mujer le habían soplado que dos agentes de la Gestapo —llegados de Vigo, desde cuyo puerto transportaban el wolframio extraído de las minas gallegas para nutrir la maquinaria de guerra de Hitler—, merodeaban por los alrededores del pueblo a la caza de un judío-alemán fugado de Francia. «Mi padre, por aprecio a Lola, no lo dudó», rememora Ramón. Y esa misma madrugada, a las cuatro en punto, acudieron a la casa de la mujer armados con sus cañas de pescar.

DESNUDO Y AL AGUA

«A él le dimos otra caña y, aunque chapurreaba el español, le dijimos que no hablara. Nos fuimos directos a la orilla del Miño y echamos a andar toda la noche. Nadie sospecharía, pues muchos pescadores solían salir a esa hora en busca de truchas y anguilas para matar el hambre». Por si acaso, Paco se quedó atrás mientras su hijo y el extranjero apuraban el paso. Horas más tarde, recorridos ya casi 40 kilómetros por un sendero empedrado, llegaron a Frieira, la aldea gallega que linda con Portugal. «Como yo era un chaval, el alemán me preguntó si no me importaba que se quitara la ropa. Le dije que no. La dobló y se la ató a la cabeza con el cinto del pantalón. «Te recordaré toda la vida, amigo», me habló en bajo al oído antes de echarse al agua, al tiempo que me regalaba un duro de plata alfonsino. Vi como alcanzaba la orilla portuguesa, y desde entonces nunca más supe de él. En el antebrazo llevaba tatuado el 451... Me dijo que se llamaba Abraham Bendayem».

Abraham era aquel hombre de la estación de ferrocarril, el de los tristes ojos azules, barbudo y sucio, con el que Lola abrió la ruta clandestina —dicen que la más importante de la Península— por la que cientos de judíos ganaron la salvación. Lejos de su tierra prometida. Los más, alcanzaron las costas de Estados Unidos, Brasil, Argentina y Venezuela. Otros escaparon a África, sobre todo a Marruecos y Argelia. Gracias al boca a boca y a la eficaz organización de la comunidad judía, el nombre de Lola se extendió por Europa.

Ni el férreo secreto, ni las noches cerradas garantizaban, sin embargo, que la fuga llegara a buen puerto. Por eso Lola se cuidaba mucho de las compañías. Una palabra a destiempo, un gesto o una mirada indiscreta podían llevarla a la lista de traidores o al destierro perpetuo en una cárcel. La madre, su nombre de guerra en la red de fuga, se rodeó de lugartenientes fieles hasta la muerte. Dos taxistas (José Rocha Freijido y Javier Míguez Fernández, El Calavera), Ricardo Pérez Parada, apodado El Evangelista, que había aprendido inglés y polaco siendo emigrante en Nueva York, y que hacía de traductor) y el barquero Ramón Estévez. Según la ruta que eligiera Lola —había ideado tres: por senderos, carreteras de tercera y cruzando el Miño— actuaban estos héroes anónimos.

Todo empezaba con la llegada de un convoy señalado a la estación de Ribadavia. Lola esperaba con su cesta llena de rosquillas, caramelos y dulces de almendra en las manos. A veces los ofrecía por las ventanillas desde el andén. Otras veces se subía al tren y recorría los vagones con su mercancía. Era entonces cuando se encontraba siempre con alguien que le anunciaba la llegada inminente (día, hora y vagón) de una nueva tanda de judíos.

Los días de llegada, Lola era la primera en abandonar el quiosco. El mensaje de que unos judíos arribarían en las próximas horas corría rápido a los oídos del Calavera. Y en el silencio de la noche elegida, se consumaba la fuga de aquellos desesperados a bordo de su taxi, un Dodge negro americano. «Quién me lo iba a decir, Dios mío... Mi padre...». María del Carmen no se lo cree. Pregunta a la gente del pueblo, todos se extrañan. «Él fue legionario. ¿Qué le parece? Estuvo de chófer de Millán Astray. Y con aquel aspecto de hombre duro que tenía... ¡Qué orgullosa estoy de él».

—¿Nunca le hizo un comentario?

—Jamás. Lo único que nos decía en casa era que no quería comer peces del Miño.

—¿Por qué?

—Decía que estaba contaminado. Luego supimos que en la guerra los de Franco y los del otro bando tiraban a cantidad gente desde un puente que cruzaba el río. A los que se agarraban a los hierros les cortaban las manos. Muchos murieron ahogados o desangrados. Por eso mi padre nunca quiso comer peces.

Tal vez no fuese Lola la única que estaba en la diana de la Gestapo. Según va tirando de la historia su nieto Julio, al parecer, el servicio secreto británico contaba en Vigo con un espía que seguía de cerca los pasos de los alemanes. Se llamaba Eduardo Martínez y era médico. «Es muy probable que conociera a mi abuela», baraja el arquitecto. Sus informaciones fueron reconocidas por el Gobierno de las Islas con la Medalla al Valor, en 1945. «Estos días le he pedido al MI5 que busque los nombres de mi abuela y de mis tías en sus archivos. Me dijeron que pronto desclasificarán algunos papeles de la guerra. Quizás ahí esté la lista que andamos buscando».

La lista de Lola. Nombre en clave: La madre.

(Escrito por Paco Rego ,y publicado en el Suplemento de El Mundo el día 12 de octubre de 2008.)

sábado, 5 de septiembre de 2009

Juan Camacho Ferrer: Superviviente de Mauthausen

Juan Camacho Ferrer: Superviviente de Mauthausen

(Gádor, Almería, 1919 – Montevideo, Uruguay, 2009)

El pasado 19 de agosto fallecía en Montevideo a los 90 años de edad, Juan Camacho Ferrer, uno de los últimos andaluces supervivientes de los campos nazis de exterminio. A pesar de su avanzada edad, Juan mantuvo hasta el final una vitalidad física y una lucidez intelectual insólitas. Durante estos últimos tres años viajó con regularidad desde Uruguay hasta Europa para asistir en mayo a los actos de conmemoración de la liberación del campo de Mauthausen (Austria), formando parte esencial de la expedición que cada año organiza desde España la Amical de Mauthausen con la presencia de ex deportados, familiares, amigos y jóvenes estudiantes. Juan será recordado por su entusiasta disposición y activa participación a la hora de testimoniar in situ su experiencia concentracionaria y por dedicar sus últimos esfuerzos a la memoria de tantos compañeros que dejaron sus vidas en aquellos recintos del horror.

Juan nació el 15 de febrero de 1919 en Gádor (Almería) pero muy pronto emigró con su familia a Francia en busca de las oportunidades que, por entonces, su tierra no le ofrecía. Con la sublevación fascista de julio de 1936 viaja a Barcelona con la intención de defender la República, participando activamente en la Guerra civil como soldado en la 27 división. La batalla del Ebro fue su última intervención en combate y en las tierras de Gandesa asistió impotente a la pérdida de muchos de sus compañeros de armas, entre ellos su hermano.

Salió al exilio francés y, como muchos otros miles de refugiados, estuvo internado en el campo de Argelès desde donde, ante la amenaza de ser devuelto a la España franquista, decidió alistarse en un batallón de marcha del ejército francés, siendo detenido por los alemanes el 6 de junio de 1940. Seguidamente, fue internado en un Stalag como prisionero de guerra para después ser deportado a Mauthausen donde ingresó el 31 de agosto de 1941. Aquél fue un día muy caluroso, lo cual incrementó el sufrimiento de los deportados en su trayecto hacia el campo, momento en el que varios compañeros cayeron desfallecidos por la acumulación del cansancio y el esfuerzo realizado.

La llegada al recinto amurallado supuso un enfrentamiento directo con la dura realidad de Mauthausen: desnudos en la apellplatz, fueron desposeídos de todas sus pertenencias: “allí dejé la ropa, la documentación, las cartas y las fotografías que nunca más recuperé… lo que más me impresionó fue ver aquella multitud de prisioneros en perfecta formación marcando el paso. Comprendí que la rígida disciplina militar de los alemanes iba a acabar con nosotros”.

A Juan le fue adjudicada la matrícula nº 3.760 y al igual que otros muchos republicanos realizó agotadores trabajos físicos en la cantera don de cargaba pesadas piedras de granito que tenía que subir por los 186 peldaños de la llamada “Escalera de la Muerte”. Allí fue testigo de los horripilantes sufrimientos a los que eran sometidos los deportados por parte de los kapos y la SS. Posteriormente fue destinado al Kommando César que estaba formado íntegramente por españoles. Juan confiesa que fue denunciado como comunista, lo cual era falso y estuvo a punto de acarrearle graves consecuencias ante la amenaza de un traslado al campo anexo de Gusen, erigido en el gran centro de exterminio de los republicanos españoles. Afortunadamente, sus argumentos, negando aquella supuesta vinculación militante, surtieron efecto y se libró de aquel trágico destino. Finalmente regresó al campo central de Mauthausen donde vivió su liberación.

Recuerda, con entusiasmo ese día y su colaboración tirando de la cuerda para destronar el águila nazi que coronaba la entrada del garaje y cuya caída, recibida con entusiasmo por los numerosos deportados que contemplaban la escena, representaba el desmoronamiento del régimen de opresión y muerte que habían soportado desde su llegada a Mauthausen.

Tras la repatriación, se instaló momentáneamente en Lyon, desde donde se trasladó posteriormente a París. Viendo que no le satisfacían las ofertas laborales en la industria francesa decidió saltar el Océano e instalarse definitivamente en Montevideo (Uruguay) donde formó familia y residió hasta su muerte.

Ha reclamado de forma insistente, a los sucesivos gobiernos alemanes, un reconocimiento expreso hacia los republicanos que padecieron el internamiento en los campos de la muerte para mitigar, por ser de justicia, los padecimientos sufridos, las secuelas arrastradas por vida y por el recuerdo, merecido, de tantos compañeros como consecuencia de la barbarie nazi.

Juan ha dejado una imborrable huella entre la gente que lo conocimos. Será muy difícil olvidar a este joven de 90 años, que siempre mostraba una extraordinaria curiosidad y deseo por aprender cosas nuevas. Y, sobre todo, a pesar de tantas adversidades sufridas, mantenía intacto su orgullo y marchamo de luchador antifascista. La integridad de personas como Juan que han dedicado sus últimos bríos a testimoniar sus vivencias para mantener viva la memoria de tantísimos compañeros torturados, asesinados y convertidos en cenizas en los hornos crematorios es, realmente, conmovedora. Sin duda, estamos asistiendo a la definitiva desaparición de una generación de personas irrepetible en la historia y que, sin embargo, todavía no cuentan con el reconocimiento social que se merecen.

Siempre recordaré la enorme impresión que le produjo la película “Tierra y libertad” de Ken Loach que vimos juntos en mi casa. Se enfrascó absolutamente con la historia de aquellos jóvenes milicianos antifascistas en el frente de Aragón que tan magistralmente expone el realizador británico. No perdía detalle alguno y lloraba haciendo gestos de alborozo o de dolor según las escenas. Cuando terminó me dijo muy embargado por la emoción: “He visto a mi hermano y me he visto a mi”.

En breve tiempo, esperemos, saldrá a la luz una biografía suya y un documental sobre los andaluces deportados a los campos nazis de exterminio donde Juan Camacho tiene un protagonismo destacado. Es la mínima contribución que podemos brindar a personas que, como Juan Camacho Ferrer, representan lo mejor de la condición humana que pagaron un altísimo precio por rebelarse y luchar contra la tiranía y aspirar a otro mundo posible. Y porque todavía siguen pendientes las deudas que la sociedad tiene con todas estas víctimas del nazi-fascismo.

Texto y fotos: Ángel del Río Sánchez (Delegado en Andalucía de la Amical de Mauthausen)

martes, 1 de septiembre de 2009

70 Aniversario del inicio de la Segunda Guerra Mundial

Actos por el 70 aniversario del inicio de la II Guerra Mundial (Gdansk)

La Segunda Guerra Mundial comenzó a las 4,45 de la madrugada del uno de septiembre de 1939, cuando el acorazado alemán Schleswig-Holstein inició el bombardeo de la Westerplatte de Gdansk.
Acorazado Schleswig-Holstein

Por tanto hoy hace justamente setenta años el ejército alemán cruzaba la frontera polaca, y su capital Varsovia, junto con otras ciudades, era bombardeada indiscriminadamente por la Luftwaffe. Dos días más tarde, el tres de septiembre, Francia y Reino Unido declaraban la guerra a Alemania, pero la maquinaria bélica nazi no encontraría apenas obstáculos a una expansión que llevaría a poner bajo el Tercer Reich a prácticamente toda Europa.

El 1 de septiembre de 1939, pocos días después de la firma del pacto Ribbentrop-Molotov por el cual la Alemania de Hitler y la URSS de Stalin se comprometían a no agredirse, Polonia fue invadida por las tropas del III Reich. Sólo 17 días después, la URSS invadió el este del país con la excusa de hacer frente a la agresión nazi. Polonia alberga hoy, en la ciudad de Gdansk (norte del país), los actos por el 70 aniversario del inicio de la II Guerra Mundial.