"¿Qué es la normalidad?", se pregunta al otro lado del teléfono desde Jerusalén Vanessa Lapa. La directora de cine lleva años dándole vueltas al asunto. Desde el día preciso en el que cayeron en sus manos las cartas íntimas de uno de los personajes más siniestros que ha dado la Humanidad. No en balde, a él, al líder de la SS y de la Gestapo nazi, a Heinrich Himmler, se debe el diseño industrial de la mayor masacre, de la más y mejor pulida maquinaria de exterminar gente, que ha conocido el hombre. "Recuerdo que, cuando tuve la primera noticia, me abalancé sobre ellas dispuesta a dar con la clave. Las leí, releí y... no había nada. Himmler era un hombre como usted o como yo. No se trata de doctor Jeckyll y Mr. Hyde. Matar gente para él era el ejercicio más cotidiano del mundo. Era normal. Su trabajo. Creo que eso es lo más duro de asumir. Cuando lees cómo cuenta su viaje a Auschwitz en la misma línea que manda besos a su hija, a Püppi, algo se rompe dentro; se te forma un nudo en el estómago. ¿Qué significa ser normal?", se pregunta.
'The decent one' ('el decente') es el título del documental que motiva la reflexión de arriba. Presentada en el festival de Berlín el pasado mes de febrero y estrella de la nueva edición de DocumentaMadrid, que empieza este miércoles, la película no hace sino seguir el paso de forma minuciosa a quizá uno de los acontecimientos historiográficos más relevantes de los últimos años. De repente, a principios de año, veían la luz (y lo hacía en las páginas del diario 'Die Welt' por primera vez y luego en la editorial Piper Verlag) la colección de documentos más buscada desde que acabara la Segunda Guerra Mundial. Más en concreto, desde el día (el 23 de mayo de 1945) en el que el Reichsführer ingirió una cápsula de cianuro. Se sabía de su existencia y poco más. Lo siguiente en conocerse es que su propietario era el pintor afincado en Tel Aviv Haim Rosenthal. Se cree que llegaron a él directamente de las manos del soldado americano que se hizo con ellos en la casa de Baviera del dirigente nazi. Varias veces, tras una autentificación detrás de otra, han estado a punto de ser publicadas las cerca de 700 cartas entre él y su mujer Margaretha, su hija Gudrun o su amante Hedwig Potthast.
"El precio que pagó mi padre fue simbólico", dice la directora, ella misma nieta de víctimas del Holocausto. En efecto, tras el fallecimiento de Rosenthal, su hijo y heredero dejó a David Lapa los documentos con una única finalidad, a decir de la hija, que se hiciera una película.
Lo que ahora se ve se acerca bastante a la más espeluznante, por simple, película de terror. Brutal. Demasiado normal. No hay golpes de efecto ni sorpresas ni fantasmas. Simplemente, la descripción detallada, quizá aburrida e indudablemente cursi, de la más agobiante de las normalidades. La cursilería como crimen contra la Humanidad. La estrategia de la cinta es sencilla. Se trata de colocar la banalidad de un hombre banal junto a las imágenes de un tiempo monstruoso. La idea es simplemente asociar las fechas, unir la letra de uno con la imagen en crudo de lo otro; el deseo (por muy disparatado, morboso y horrible que resulte) del primero con la contundencia de la sangre de lo segundo: la realidad.
Así descubrimos a un joven, en sus primeros días de universidad, acomplejado ("La gente no me quiere. ¿Por qué? Porque hablo demasiado. Nunca puedo mantener mi boca cerrada") y ya profundamente antisemita y homófobo ("Detesto la idealización de la homosexualidad. Las imágenes son horribles", dice después de leer a Oscar Wilde). "Mientras haya humanos y subhumanos habrá guerra en el mundo. Ellos tienen lo mismo que nosotros: boca, brazos, algún tipo de cerebro, pero emocional y espiritualmente son tan inferiores como cualquier animal", continúa. De este modo, nos adentramos en las primeras convicciones y sombras de un bávaro de clase media, aunque apadrinado al nacer por el príncipe Enrique, que conoció a su mujer Margaretha en 1927 ("Qué contento estoy de poder hablar contigo de cosas que el resto de la gente no puede entender. Estoy tan orgulloso de mostrarte una parte de mi alma"). Hasta que, poco a poco, entre la indiferencia de los lugares comunes, tal vez pueriles, se adivina la más profunda y oscura de las pesadillas.
"Nunca me propuse añadir ni entrevistas ni declaraciones ni nada que pudiera desvirtuar la letra de Himmler. Quizá ahí, en lo evidente, resida el sentido. Todas las cartas están redactadas en la grafía antigua del alemán. Hubo que transcribirlas sin alterar nada. Y ése es el documental: una transcripción sin alterar nada", insiste la directora. Y, en efecto, así es. La correspondencia entre los esposos crece ("He numerado las cartas, creo que puede ser muy práctico. Tengo el presentimiento de que a partir de ahora te escribiré muy a menudo") a la vez que las SS pasan de 300 a 20.000 miembros en 1929; el mismo año en el que nace Gudrun, la rubia y perfecta niña aria ("Rubia, ojos azules y uñas rosadas"). "¿Puede el tío Hitler morir?", pregunta Püppi (muñequita) a su padre permanentemente ausente mientras la calle literalmente arde. El incendio del Reichstag, la noche de los cuchillos largos... "Mi querido marido, ¿eres bueno?, ¿eres decente?", le inquiere la abnegada esposa. Y acto seguido él, Heini (así firma), se define como "un buen hombre malo que ama tanto a su malvada mujer como ella a él". Juegos rijosos de amantes en los que ella exige "justa venganza" a tanta ausencia, a tanta misiva desde la lejanía. "Rache! rache! rache! (venganza)", promete para cuando se vean. Y la perversión cruel, ñoña y estúpida de la semántica duele.
Sin detalles
"En toda la correspondencia nunca se menciona la palabra 'Holocausto'. Nunca se habla de los detalles del trabajo, no por esconderlos o por vergonzosos, sino por intrascendentes. Él se considera un hombre decente porque mata de una forma decente. La decencia le obsesiona. Le preocupa más el color de la cocina de la nueva casa que el rutinario trabajo de exterminio", comenta la directora. "Nosotros, alemanes -los únicos en tratar a los animales de forma decente-, tenemos que comportarnos decentemente antes estos subhumanos animales", llegará a decir un hombre que cuando estuvo en España se escandalizó de la crueldad de las corridas de toros.
La película, a su manera, no hace más que reproducir, desde su fría peculiaridad, el mismo escalofrío que películas recientes como 'The act of killing', de Joshua Oppenheimer, o buena parte de la filmografía del camboyano Rithy Panh. La inconsciencia de la maldad del verdugo es incorporada a la brutalidad de la imagen con una exactitud helada. Da igual que sea en Indonesia, Camboya o el corazón de Europa. Los perpetradores permanecen ajenos al peso de sus actos salvajes, por vulgares. Y en la normalidad, en la proximidad, se adivina el peligro.
"La moral está muerta, somos una sociedad de élite donde todo está permitido", se escucha en 'La caída de los dioses', de Luchino Visconti. ¿Y si la culpa fuera un simple instrumento de poder, el peor de todos?, se pregunta Liliana Cavani en 'Portero de noche'. ¿Y si el misterio del nazismo se escondiera en el rigor de un mecanismo totalitario que liga a la religión con cualquier creencia de aliento fundamentalista?, propone Michael Haneke en ese drama sin culpables, esa fábula histórica sin moraleja, esa cinta de fantasmas sin fantasmas, esa disección del abismo que es 'La cinta blanca'. "El error es pensar que la respuesta está fuera", afirma quizá enigmática Vanessa Lapa.
A medida que las distintas fases del Holocausto se hagan presentes en la correspondencia de Himmler crece el asco, la náusea. Y lo hace porque nada se mueve en la tranquilidad de una escritura amorosa, feliz, inconsciente, que vive completamente extraña a la brutalidad que esconde. No hay culpa, no hay ensañamiento. "Me voy a Auschwitz, de sábado a martes estaremos en los campos de la muerte para probar un nuevo e interesante método de ejecución. Besos", dice. Y lo dice con la mayor tranquilidad, sin doblar un ápice, un solo gesto de la caligrafía. Por aquel entonces, una de las mayores preocupaciones de las SS era remediar las secuelas psicológicas entre los soldados de los asesinatos en masa. El general Von dem Bach le relata los padeceres de los oficiales que sufren alucinaciones "con el intestino detenido por culpa del opio" ingerido para soportar aquello. A Himmler todo eso le es ajeno. «Me duele el estómago. Muchos en el Este sufren lo mismo», se limita a señalar en una de sus detalladas misivas.
Para el verano de 1942, el mismo año en el que Himmler empieza a mantener una relación con Hedwig Potthast, la Solución Final es ya un hecho. El líder cada vez más poderoso de las SS puede incendiar telegramas de amor a su Conejito (como llama a su amante) a la vez que describe puntillosamente los logros: "Tenemos el deber de asesinar a aquellos que quieren acabar con nuestro pueblo. Pero no tenemos el derecho a enriquecernos con un simple cigarrillo, reloj, abrigo... con nada de ellos". El hombre decente.
¿Qué tipo de persona era Himmler? "No soy un hombre cruel o vengativo. Me tomo con placer mis deberes. Por otro lado, tengo nervios templados y un gran sentido del deber. Si veo que algo es necesario, lo ejecuto sin ningún tipo de compromiso", responde él mismo. "La suya es la respuesta de un hombre normal", comenta la directora. Pero... ¿qué es eso de la normalidad?
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